Cabrío

Siempre quise ser macho. Crecí donde y cuando el vocablo apenas era peyorativo -- "guajiro macho" se usaba para designar un campesino demasiado bruto, pero por lo demás tenía un significado positivo. Aún hoy, "tremendo macho" es elogio entre mi gente. 

En mi adolescencia leí un artículo de revista mexicana que identificaba un mal nacional: el machismo. Yo ya había visto suficientes películas mexicanas para aceptar que esos tipos se caían a tiros por el menor agravio, aún más que los vaqueros americanos. Y ese era el mal que, según los sociólogos mexicanos citados en la revista, había que eliminar. El machismo era una masculinidad exagerada que resultaba en violencia entre hombres. La violencia de hombres con mujeres, mucho menos las costumbres opresivas con las mujeres, eso no estaba en el tablero.

Cuando descubrí el vocablo "chauvinismo" todavía indicaba un patriotismo irracional. Nada tenía que ver con género -- ni con costumbres hispanas: el tal Chauvin que lo inspiró era frances. Después vino el movimiento de liberación de las mujeres, el feminismo, y todo eso cambió.

¿Cambié yo? Algo, si, pero no mucho. Seguía, sigo, queriendo ser macho. Es decir, de físico imponente, de valentía impecable, de la confianza que los hombres disfrutan cuando saben que se podía destapar la violencia sin miedo a la lid y con seguridad de salir victorioso. De más está decir que todo eso es lo más lejos imaginable de mi realidad.

Sufro de bien diagnosticada ansiedad, cuyo nombre común entre hombres es cobardia. Ausente de los deportes toda mi vida, mi físico nunca fue imponente. Y la confianza en mí mismo es algo que nunca logré encontrar. Me he desenvuelto sin que muchos noten nada de esto. He caminado por mean streets utilizando estratagemas aprendidas para no revelar el miedo. He ido al gimnasio para que mi cuerpo no luzca totalmente patético. Y en algunos trabajos he podido recibir y despedir con cierta autoridad. En algunos. En otros la cagué.

Para colmo, mis gustos son maricones. El arte, la música, aún la moda. Me encanta Oscar Wilde. En realidad, me fascina la cultura gay, y me siento cómodo en ella, quizás porque ese subtexto de violencia que siempre vive entre los hombres heterosexuales se borra. No hay que ser macho. Uno se puede "partir", como llaman los míos a la desfachatez gay. Me distingue solo una cosa, que es, precisamente, la que distingue. Una obsesión de toda la vida con el sexo con hembras. Verlas, preferiblemente sin ropa. Tocarlas. Besarlas. Mamarlas. Hacerles el amor. Esto, como la ansiedad, como el desinterés por los deportes, lo he sentido desde muy pero muy niño, mucho antes de que supiera a donde iban esos deseos o que eran esas actividades.

¿Seré un maricon que le gusta templar con mujeres? Y que no tiene el más mínimo interés por hacerlo con hombres. En los empañados años de la contracultura terminé en cama un par de veces con una y con otro. Hice todo lo posible por poner cuerpo femenino entre yo y mi socio, limitando mi perversidad polimorfa a palmaditas de buen amigo que no decían nada más que un solidario right on, brother. También un par de veces terminé con una y con otra. ¡Qué gozadera!

Pero ya estoy muy viejo para tales peripecias, ni para preocuparme por mi masculinidad. Es el machismo, no las cuestiones de identidad, lo que persiste. Quizás también esté muy viejo para que se vaya. Trato de ser consecuente con las mujeres. Sé que no lo he logrado, sobre todo en las relaciones íntimas. Trato de vigilar mis prejuicios, pero se me esconden y después salen cuando menos los espero. Trato de ser justo, evolucionado. Pero lo que quiero es ser macho.

Machismo longus, vita brevis.