Paradiso

Mi hijo segundo es un sibarita. Como su padre. Tampoco tiene plata. Igual. (Hasta ahora a nadie en mi familia le ha dado por eso.) Y siempre se las ha agenciado para vivir en paraísos terrenales. 

Su primera salida de casa lo llevó a la Universidad de Colorado en Boulder, un pueblo precioso en medio de las Montañas Rocosas, donde, según su hermano mayor que también vivió allí cuando hacía su maestría, "todo el mundo es bello y nadie es gordo." Lo primero es porque la población estudiantil es naturalmente joven. Lo segundo porque todos practican deportes. Pero no hablo de los aburridos fútbol, béisbol y baloncesto. No, no. Deportes outdoors. Escalar rocas, montar bicicletas de montaña, camping. Cuando practican un deporte ordinario, digamos voleibol, es voleibol de playa -- ¡en medio de las montañas! Cubren un espacio con arena traída de alguna costa. Verdadera decadencia.

Se mudó a Miami Beach. A un apartamento en un simpático edificio Art Deco en el muy de moda barrio de South Beach. Después fue a Los Ángeles, donde compartió una de esas casas en los cañones alrededor de Hollywood con vistas extraordinarias que se desplomarán cuando venga el Gran Terremoto. El año que vivió allí, de administrador de un gimnasio donde iban grandes estrellas de cine, no se desplomó nada.

De ahí a Nueva York, compartiendo un loft en Soho, por supuesto, con un par de amistades. Y de vuelta a Miami, primero a una casa en el barrio que iba adquiriendo cachet en el norte de la ciudad y ahora otra vez en la playa, en un edificio lujoso venido a menos -- es decir, a buen precio -- pero con piscina, terraza y vistas del mar.

Y así vive. Mezcla de picaresco, bohemio y burgués. No está nada mal. Tiene toda la admiración de su padre, cuyos gustos e ingenio ha heredado y, hay que admitirlo, perfeccionado.