La catedral y la cafetería

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Esto ocurrió hace años. No, espera. ¡Coño! Esto fue ya hace décadas. Todavía no vivía en Miami, pero iba con regularidad. Un día o una noche, no me acuerdo, iba en carro por la Calle Ocho y cuando llegaba al Versailles, la cafetería de rigor para los cubanos y el mejor café del pueblo, vi a los sospechosos de siempre afuera tomando su cafecito y despotricando, ciertamente sobre Cuba, Fidel, Cuba, Fidel, la eterna agenda. Los viejos, atascados en ritos del exilio que se repiten hasta la nausea o, como yo mismo escribí una vez, hasta que se mueran.

Pero algo no era igual. Pasé despacio y miré con más cuidado. Estos viejos llevaban el pelo un poco largo. Casi todos vestían jeans. ¡Ay caray! Pero si eran todos de mi generación, la de los hippies melenudos. Esos cabellos anacrónicamente largos eran blancos. Sí, eran los viejos. Como yo. Viejos R Us. Habíamos reemplazados a nuestros mayores enguayaberados porque estos quizás se habían muerto o habitaban casas de ancianos o ya no tenían fuerzas para salir a despotricar animados por café azucarado.

Pienso en aquel momento ahora que ha pasado más tiempo y puedo constatar que somos ellos, nosotros, ahora la última generación. La última en conocer "la Cuba de ayer", como reza el sentimentalismo. Muchos ya estamos enterrados. Otros a unos pasos de. ¿Y quién no padece de alguna enfermedad fulminante, sobrevivida por un rato gracias a la ciencia y el Medicare? Los viejos indeed. 

Total, ya Fidel estiró la pata. Su hermano sigue parado, pero no es ningún fiñe. En la patria han cambiado muchas cosas y no ha cambiado nada. Y para el mundo, ese mundo asquerosamente joven, Cuba es un theme park compuesto de ruinas barrocas y neoclásicas, transitado por la nostalgia, no del Caribe, sino de Detroit. En vano los viejos, los verdaderamente viejos como yo, publican en Facebook fotos y videos de esa Cuba de ayer. Pero cae en suelo estéril. Dudo que el asquerosamente joven mundo entienda lo que se les muestra. Algún que otro geek de la cubanidad quizás. 

Todo pasa. Everywhere. Ningún lugar es lo que fue. Y si lo parece ser, está tan abarrotado de turistas que borran todo esfuerzo de preservación. Cuando se rehabilitó el Hotel Inglaterra lo visité, sólo para ver a extranjeros en Bermudas, algunos con su jinetera al brazo, deshabilitando con su presencia todo ese esfuerzo de reanimación histórica. Y eso fue ya hace años. No he vuelto.

Donde sigo volviendo es al Versailles. No a despotricar, que nunca me ha gustado. A tomarme ese sublime cortadito con leche evaporada, y a veces una croquetica. Algún día tendrá que llevarme uno de mis hijos y me acercaré al mostrador en silla de ruedas. Pero todavía no. Manejo mi propio carro y me acerco a pie — cubano de a pie y a mucha honra. La patria que escojo no anda en almendrones — los viejos manejábamos esos carros en su época y preferimos la dulzura tecnológica de los nuevos. Aunque hay putería, como en todas partes, no existe ese apartheid del love for sale. No me ofende la presencia del turista. Allá, donde no vivo, sí. 

Y siendo ésta la Florida, donde hay mucho más mañana que ayer, no tenemos esas ruinas que comenta Ponte en el documental. Lo que se recuerda y añora es un pop de apenas medio siglo. La Catedral que yo veía desde un balcón del Palacio del Marqués de Aguas Claras está del otro lado del mar. No sé si la volveré a ver. No es lo mismo la Catedral y el Versailles. El destino me asignó éste en mi senectud, después de haberme regalado aquella en mi niñez. 

Havana vanities come to dust in Miami pero yo no tengo vanidad. Pasarán más de mil años. Ya pasaron. Digo yo.